sábado, 21 de marzo de 2009

Del abandono


…Estaba sentado, revisando la tarea de los niños del grado escolar que atendía, mientras absorto me ocupaba en mi actividad, a mi izquierda, una carita se asomó por encima de mi hombro, el perfume suave impregnado en mi camisa llamó la atención de su olfato; supongo que el agrado fue tal, que en ese momento posó su mentón sobre mí. Seguí revisando, ahora con otra tarea acumulada, empujada por ese gesto que hacía mucho no recibía como adulto, sobre todo, viniendo de la honestidad de un niño. No cuidé la camisa impecable, ni me cercioré siquiera de una extraviada arruga, tampoco rompí ese diálogo inefable que otorga el recorrido de la infancia, en ese instante éramos iguales, las distancias jerárquicas se habían ausentado por el entrañable acucio, quizás de un instinto o, alguna precaria necesidad que se vislumbraba en ese intervalo de tiempo.
Me hizo recordar el único gesto amoroso de mi madre, cuando enferma, desfallecía sobre mi pecho, obligada por una de sus crisis en el desequilibrio de sus fuerzas.
El abandono del cuerpo humano o una de sus partes, para ser protegido por otro, sólo puede comprenderse como un desmedido desamparo como la que evidenció Miguel Ángel en “La Piedad”, el frío mármol al adquirir el volumen y el soplo emotivo, desarrolló para la posteridad una de las fuerzas expresivas más vivas: el de la necesidad de protección; también, de la búsqueda de la parte ausente del ser humano, la que se esconde día tras día en los seres melancólicos y solitarios o, en aquellos individuos, que habiendo perdido el espíritu infantil obligan a que convivan en su cuerpo dos entidades antagónicas: Una que se constituye a partir del tiempo y, la otra que sutilmente queda recluida por la primera y que pervive de manera oscura, atisbando, como ahora este niño, regiones olvidadas de la a-moralidad.

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