sábado, 21 de marzo de 2009

Por quién doblan las campanas*


No sabría decir con exactitud el sobrecojo de mis emociones cuando llegaron a mí los repiques incesantes y graves que el badajo ofrecía cada vez que sacudía el limbo de las campanas. El movimiento del aire arrastraba su lamento en oleadas intermitentes, y llegaban al fondo del cuerpo mío y de cada ser humano, adonde las entrañas deben tener su centro, y ese sentimiento que se acuna en ese de profundis, era arrastrado de regreso como un largo eco, hacia los planos astrales, donde se corresponden los sentimientos privilegiados de lo humano, y que no es el absoluto del cuerpo del hombre. El contrapunto que despedía la sonoridad de las campanas en lo alto de la iglesia, era un llamado a la antiquísima orfandad del ser humano que sucede en un día de duelo, pero este duelo sugería mejor, un desamparo del género humano. El dolor que nos provoca este sentimiento, es un fragmento de la humanidad que nos disgrega, es un poco el fin del mundo que nos opaca, que nos parte y que nos obliga a replantear la finitud en el camino que como naturaleza se transforma y cambia de nosotros. Lloramos la ausencia física, pero más que llorarle a la ausencia física lo que añoramos es al insalvable e irrevocable vacío espiritual que nos provoca ese momento de latencia. La ligereza de nuestro cuerpo es provocada por el cercano beso de la muerte, es el juego de la suerte quien nos postra y nos asola, sabemos que inevitablemente iremos a morder el polvo. La de nosotros, es una suerte echada sin el artilugio de la prisa, una vuelta sigilosa al origen del silencio. Por encima de la muerte, la permanencia del recuerdo, un atisbo de la vida, la derrota del olvido.
* Título que a su vez es título de una de las novelas
inmortales de Ernest Hemingway.

No hay comentarios:

Publicar un comentario